2/6/18

BUSCANDO LA RIMA PERFECTA (06/02/10)

    Se había empeñado en encontrar la rima.  ¡Tampoco podía ser tan difícil!  Obsesionado con ello había cerrado su mente a cualquier otro pensamiento que no fuese encontrar esa rima.  El bolígrafo parecía mirarle y decirle "¡Pero qué idiota!¡Si no lo va a leer nadie!"  Tan obsesionado estaba el poeta que había empezado a adelgazar porque su cabeza no podía estar en otro sitio que no fuera ese lugar común donde se citan las palabras y los sentimientos.  Debía encontrar esa palabra, esa rima, como fuese, aún olvidándose de comer.
    Los versos eran de amor.  Pretendía el poeta, con ellos, abrir su alma a una desconocida.  Como en siglos pasados.  Como si Quevedo, o Góngora, o Bécquer (tan distantes en el tiempo y el estilo entre sí como con el autor) estuvieran poseyendo su alma.  La había visto en la calle, mientras paseaba buscando inspiración y haciendo tiempo para que, como era Jueves, abriera la caja de ahorros donde iba a hacer unas gestiones.  Pasó por allí, por delante de él.  Tejanos bajos de cadera, chaqueta de cuero, pañuelo palestino al cuello, pelo negro, ojos grandes, pequeñita, escuchando su MP3 a volumen demasiado alto a tenor de que se podía reconocer a los "AC/DC" a tres metros de distancia.  Y él cayó perdidamente enamorado.  No se sabe si por romántico, por raro o por idiota.  O quizás las tres cosas a la vez.
    El poeta estaba intentando escribir una loa a aquella preciosa mujer, pero se había atascado.  Se le había ocurrido un verso extraño, al menos para un  poema de amor, un verso acabado en "... de nuevo cuño".  Cuando intentó rimar este verso le salían palabras como "Junio", "suyo",...  Todas ellas rimas en asonante.  Incluso había salido algún verso sin rima. 
    Pero el poeta se había obsesionado.  Quería que el verso rimara en consonante:  "por la perfección de mi dama" decía el tío antiguo.   Y sólo encontraba la palabra "truño", la cual no encontraba adecuada, no sin razón, para cantar las alabanzas de aquella mujer.  ¡Y llevaba así una semana!  Incluso se había planteado durante unos segundos cambiar el verso inicial por otro, pero debido a su obsesión desechó esa idea.  Y tal era su estado de nervios que a veces escuchaba al papel decir "¡Pero hombre!¡Tranquilo!¡Que no pasa nada!"  Y él, en su locura pasajera, le contestaba una serie de insultos que poco tenían que ver con la sensibilidad de la que normalmente hacía gala, más propia en este momento del capitán Haddock de los tebeos de Tintín.  O mejor dicho, de algún hermano mal hablado del capitán Haddock.
   Ya dos semanas.  Dos semanas sin apenas comer más que unas galletas en los desayunos, sin dormir más que un par de horas cada noche, duchándose poco y mal, sin afeitarse por supuesto.  Daba la impresión de ver a Don Quijote en su ramalazo asceta en aquellos dibujos animados de su infancia, haciendo el pino mientras enseñaba el culo, si bien es cierto que el poeta no era capaz de hacer el pino desde los trece años.  Resumiendo, daba pena.  O asco.  O las dos cosas.  Seguía en su obsesión.  Los cables de su cerebro estaban cada día más cruzados.  Empezaba a resultar peligroso.  Cualquier día aparecía por allí "España Directo" para recrearse en su locura.  Dos semanas así era demasiado.
    Y, de repente, como un latigazo, allí apareció la palabra.  ¡Un verbo!¡Cómo no había pensado en ese verbo!  De repente estas dos semanas habían valido la pena.  Acabó el poema en segundo y quedó inflado de orgullo.  Acto seguido, como si sus cables se hubieran arreglado por si mismos, se afeitó, se duchó, hizo la cama y salió a la calle a desayunar unos churros.  Y entonces se dio cuenta. ¡Dos semanas sin ir al despacho!
    Llegó al trabajo alterado debido a la búsqueda de una excusa.  Decidió decir que había estado muy enfermo en la cama y que, como vivía solo, no había podido llamar porque, además, tanto el fijo como el móvil los tenía averiados.  De todas maneras era feliz.  Había encontrado el verso.  En estas estaba cuando, de repente, vio aparecer a "su dama" en el despacho.  Caminaba, pizpireta, por allí. 
    -¡No es posible!-dijo él en voz alta.
    -¿Gerardo Martínez?-preguntó ella.
    -¡No es posible!-volvió a decir él al ver que ella sabía su nombre.  Se enamoró aún más si cabe.
    -¿Es usted Gerardo Martínez?-insistió ella.
    -Sí,..., sí.  Dígame.
    -Me llamo Susana.  Soy la nueva responsable del Departamento de Personal.  Está usted despedido.  Recoja sus cosas y lárguese.
    De repente "truño" fue una buena palabra.

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