1/5/20

CORONAVIRUS (11/04/20)

              Antonio tenía 84 años y una tos muy fea.  Se había dedicado toda su vida adulta a trabajar en oficios malos para los pulmones y, a causa de ello, respiraba regular desde los años sesenta.  Ahí, en los sesenta, a principios, fue cuando conoció a Pepi, una morena menuda de la que se enamoró perdidamente y a la que conquistó con zalamerías, porque lo cierto es que a ella el tal Antonio le parecía mayor y basto.  Al final, sin saber cómo había podido conquistarla, se casó con ella.  Tuvieron tres hijos.  El mayor, Antonio como su padre y su abuelo, fue un chico bueno y listo hasta que llegó la epidemia de los ochenta, el caballo, y se lo llevó, como a buena parte de su generación.  Esto habría hundido a la pareja de no ser porque tenían a Eva y a Pedro, con 8 y 4 años en el momento de la muerte de Antoñito y tuvieron que salir adelante sin posibilidad de depresiones ni nada parecido.  Pero lo cierto es que no lo superaron nunca, como es normal, del todo.  Estaban, eso sí, orgullosos de los otros dos.  Eva había llegado a ser un importante cargo en una agencia publicitaria con sede en Nueva York y ahora residía allí.  Vivía sola y se sentía feliz y poderosa en su apartamento de Manhattan.  Su hermano, Pedro, era un enamorado del mar.  Tanto que acabó de marino mercante y estaba a bordo de un petrolero ocho meses al año.  Él si tenía familia… en Singapur.  Dos niños preciosos a los que los abuelos sólo conocían por foto y por teléfono porque “a mi no me líes con el teléfono que yo sólo lo quiero para llamar”.  Hacía tres años que Antonio estaba solo.  Pepi había sufrido un ictus y, por desgracia, se había ido.  Él quedó triste, abatido, derrumbado.  Sus hijos decidieron que lo mejor era que fuera a una residencia donde, al menos, estaría cuidado y limpio y se relacionaría con otra gente.  Así quizás se animaría.  Pero lo cierto es que Antonio seguía triste.  Y con una tos muy fea.
María estaba cansada.  Siempre.  A sus 56 años estaba harta de cómo había ido su vida.  Sólo esperaba que pasara el tiempo rápido para llegar a la jubilación.  Seguro que le quedaba una porquería de pensión, pero “al menos no tendré los dolores que tengo”.  Cuando llegaba a casa y estaba allí, sola, preparándose la cena, era el único momento en el que permitía a su cabeza tenerse compasión.  Intentaba ser fuerte tal y como le había prometido a Montse, su pareja, cuando un cáncer de pecho se la llevó por delante allá por el 2004 sin llegar, ¡por tan poco! a poder casarse.  La otra promesa, la de rehacer su vida junta a alguien, nunca pudo cumplirla.  El recuerdo de Montse no le permitía liberarse ante el resto del mundo.  Y ahora ya era tarde.  Ahora sólo quería jubilarse.  Su trabajo la destrozaba físicamente.  Era cuidadora en una residencia de ancianos y cuando cogía el metro de vuelta a casa le dolían todos los músculos del cuerpo.  La mente solía estar bien.  Se sentía bien por cuidar a aquellas personas, muchas tan solas como ella.  Y aquellos ancianos y ancianas le devolvían la energía con cariño.  Y con creces.  Pero aún así, llegar a casa y encontrarla vacía, sin Montse…  La tristeza se había adherido a su cerebro y, hasta las sonrisas que en ocasiones se escapaban de sus labios eran, en cierto modo, falsas.  ¡Y encima ese dolor de huesos!¡Y de cabeza!
              Jorge era mecánico.  A sus 33 años parecía haber conseguido estabilizar su vida hacía apenas un par, cuando había entrado a trabajar en una empresa que se encargaba de arreglar las ambulancias que se averiaban.  Después de haber sido un “Vivalavirgen” toda la vida, cuando a los 30 se apuntó a un curso de mecánica del INEM nunca pensó en tener esta suerte.  Cuando encontró el trabajo se fue a celebrarlo con su novia y su madre, y pensó que no se podía ser más feliz.  Apenas dos semanas después su madre empezó a tener momentos en los que se desorientaba.  Al final tuvo que ir al médico con ella porque se perdió de vuelta a casa desde el mercado.  Las noticias no fueron buenas.  Alzheimer.  Y, por lo visto, iba muy rápido.  Seis meses después de aquel cumpleaños Asunción estaba en una residencia y Jorge estaba solo.  Su novia, a la que había conocido en Tinder, se fue en cuanto se olió la tostada y lo dejó en aquel bar frente al taller, con un café en la mesa y una lágrima en el ojo derecho.  Ahora, año y medio más tarde, Jorge se reía de aquello.  En el mismo bar, tomando el café en la puerta para, a la vez, fumarse un cigarro, hacía tiempo para volver al taller.  Aquella tarde, como todas las tardes tras el trabajo, pasaría por la residencia a ver a su madre.  Estaría con ella, y jugaría al parchís.  O a la oca.  Y si no le reconocía se presentaría como aquél al que su madre quisiera ver aquel día.  El día antes tuvo que hacer de rey Juan Carlos porque su madre dijo que era él “con lo republicano que soy”.  Tosió y tiró el cigarrillo al suelo. “Tengo que dejarlo” se dijo, pero encendió otro.  Fue al quiosco y compró el Sport.  Lo llevaría luego a la residencia.  “Aquel señor, …  ¿cómo se llamaba? ... ¿Antonio? ... lo leerá por la tarde”.  Entró al taller y respiró hondo.  La tos fue ahora un ataque violento y largo.  “Tengo que dejar de fumar, cagüendios”.

              Andrea llevaba quince años en le Hospital General.  A los 29 había acabado el MIR y a los 30 había conseguido la plaza de neumología.  Tras años en urgencias, guardia y visitas ahora era la jefa del departamento.  En un departamento en el que, si no fuera por tanto fumador, no se estaría mal porque no era una zona excesivamente compleja en lo ambiental ni en lo industrial.  Ni mucha contaminación, ni minería, ni radiación natural.  Lástima del vicio.  Estaba orgullosa de dónde había llegado.  No era la mejor.  Ni la más joven en llegar a jefa.  Ni la mejor de su promoción.  Ni siquiera investigaba.  Únicamente era una neumóloga pero, eso sí, sacaba adelante a sus dos hijas ella sola tras un divorcio feo que le libró de aquel desalmado que ahora se pudría en la cárcel, aquel cabrón que le pegaba, a ella y a sus hijas, día si y día también.  Aquel hijo de puta que en la calle era el perfecto marido, abogado de prestigio, adinerado, con cierto poder, del que se había dejado deslumbrar en una manifestación contra la subida de tasas en la universidad.  Guapo, alto, idealista, … y sin embargo, en la intimidad, el peor marido posible.  Pero ella siguió enamorada hasta que una noche, en urgencias, vio aparecer a una chica de veintitantos años con la cara amoratada y se vio a ella misma recomendándole que denunciara a aquel sádico y, sobre todo, que le abandonara.  Esa mañana, al volver a casa, no encontró a su marido.  El muy cerdo se había ido por ahí y había dejado a las niñas solas en casa.  Le puso las cosas en el rellano y se encerró a cal y canto.  Cuando él llegó comenzó a golpear la puerta y a intentar tirarla.  Ella llamó a la policía y el resto es historia.  El maltratado estaba ya en la cárcel y no duraría mucho porque una cirrosis (a causa del whisky y la cocaína) se lo estaba cargando.  Y nadie le lloraría.  Andrea estaba contenta.  La vida iba bien.  Había unas noticias extrañas sobre algo que pasaba en Asia pero bueno, no parecía nada grave.  Además “no tengo ganas de pensar, que ando con un poco de fiebre, me voy a casa”, le dijo al jefe de cardiología mientras cogía el bolso.

- ¿Sí?
- ¿Jorge Pérez?
- Sí, soy yo.  ¿Quién es?
- Le llamamos de la residencia “Jardín”.  Verá, es que su madre, Asunción… Parce que tendremos que aislarla.  Es que…
- ¿Cómo? ¿Es que ya ha entrado?
- La verdad, no sabemos porque no podemos demostrarlo, pero … sinceramente, podría ser.
- ¡Mierda!  ¡Voy para allá!
- No.  No puede ser.  El protocolo no nos permite recibirle.
- ¡Joder!  ¿Qué hago, entonces?
- Esperar.  Espere y cuídese.  Y al mínimo síntoma vaya al médico.
- Pero ¿qué ha pasado?
- No sabemos.  Tiene fiebre y no baja.  Está avisado el médico y dice que ahora viene, pero ya sabe cómo está todo.  Le llamaremos con lo que sepamos.  Intente conservar la calma.
- De acuerdo.  Hasta luego – Colgó.  Y dijo para sí mismo – Eso es más fácil de decir que de conseguir – y encendió un pitillo.  Un nuevo ataque de tos, de esos que tenía desde hace una semana, le hizo apagarlo inmediatamente.
María no había ido a trabajar aquella mañana.  Había llamado para avisar y le habían dicho que haría bien el llamar al médico, que ya estaba aquello dentro y que “vete a saber si no lo has “pillao””.  “¡Mierda!” pensó.  “Verás como estoy jodida”.  Llevaba más de una hora intentando coger línea con el médico y no había manera.  Le dolía todo, como si le hubiera pasado un camión por encima, y tiritaba como si estuviera en bragas en la nieve.  Tenía mala pinta.  Seguía llamando pero … ¡A la mierda!  Colgó y la misma pena la inmovilizó en el colchón.  Se arropó y tembló y tembló hasta que se durmió.  La despertó el teléfono.  Era de la residencia.  Su compañero José le comunicó que ya había caído la primera.
- ¿Quién? – preguntó ella.
- Asunción.
- Pobrecilla – se compadeció - ¿Hay alguien más enfermo?
- Tenemos a seis más que parecen jodidos.  Los cinco “encamaos” y el Antonio.
- ¿El Antonio también?  “Cagüenlaleche” y yo aquí sin poder hacer nada.
- “Tate, tate”.  Tú curate que nos harás falta después seguro.  Ponte buena, anda.
- Vale.  Hasta luego.  Y gracias por llamar.
- Adiós, María.
Andrea miraba el historial.
-Tiene una tos muy fea – dijo.
- Normal, mira el historial.  Minería, metalurgia, química…  Los sectores perfectos para el pulmón.
- Ya, y encima esto.
Estaba contenta.  Como siempre.  Había pasado la enfermedad sin enterarse.  Se había contagiado en una reunión de trabajo con unos italianos pero su cuerpo había reaccionado bien y rápido y apenas una semana y media después de aquellas primeras fiebres ya estaba bien.  Y preocupada por sus pacientes.  Ahora le robaba el sueño Antonio.  Pareciera que no quería vivir.  Tenía una tos muy fea, sí, pero le faltaba algo más.  Se le notaba triste.  Intubado y sedado como estaba, ella no pudo preguntar nada, pero intuía que había algo más.
Jorge no tenía tiempo para llorar.  Tenía que trabajar y trabajar.  Las ambulancias estaban haciendo kilómetros como nunca antes y la que no tenía una avería tenía dos.  Seguía tosiendo mucho, pero no tenía más remedio que seguir.  Sobre todo para no seguir pensando en su pobre madre.  Morir sola, allí.  Por suerte no se enteró.  Dos días duró desde aquella llamada.  Ahora se había desbocado todo.  Sabía que Antonio estaba también jodido, pero ya no importaba nada más que currar y currar.
- Jorge, mírate la suspensión esa, haz el favor – le dijo el encargado.
Pero Jorge ya no estaba.  Se había desmayado.  Se despertó en una ambulancia, en la 38, aquella a la que él había cambiado los amortiguadores, rodeado de gente vestida con trajes como de astronauta, con gafas y mascarilla.
- ¡Joder!¡Pero si esto parece el final de E.T.! – dijo.  Y volvió a desmayarse.
Andrea tocaba la frente de Jorge.
- Tranquilo.  Te vamos a sacar el tubo.  La sensación es asquerosa, pero verás como pasa enseguida.
- Gra … gracias – respondió cuando se le aclaró un poco la garganta, con una voz tan débil que hasta él se sorprendió - ¿yo también?
- Sí – le dijo ella – Tú también.  Pero no me preguntes por qué, ya es como si lo hubieras pasado.
- ¿Cuánto llevo aquí?
- Una noche – contestó sin esconder la sorpresa.
- A ver si no era.
- Sí.  Sí lo era.  Las pruebas son concluyentes.
Antonio se estaba apagando y José decidió llamar a María para avisarle.  Habían caído cuatro de los cinco “encamaos”, pero él sabía que María tenía un aprecio especial por Antonio.  Se compadecía de él porque, en cierto modo, se veía reflejada.  Su pena y la de Antonio eran similares.  Los dos eran viudos y estaban solos.  Cuando Antonio entró en la residencia sus hijos le llamaban cada semana.  Desde hacía unos meses ya no le llamaban, así que él se fue encerrando en su pena sin ver salida.  Y así se veía ella.  La esperanza no aparecía en ninguna de las dos cabezas así que acabaron por sentir un cierto aprecio entre ambos.  Y el teléfono sonaba pero “la tía esta que no me lo coge”.  “A tomar por culo, ya llamaré luego”.
Jorge se había quedado en el hospital.  Andrea estaba, por primera vez en su vida, investigando algo.  La noche que Jorge pasó en la UCI estuvo al lado de Antonio, así que cuando despertó y pudo incorporarse lo primero que hizo fue ponerse al lado de él.
- ¡Coño Antonio! ¡No me jodas! ¡Que si no te traigo el Sport te traigo el Jueves, pero ponte bueno! – le dijo mientras le tocaba la frente.
Antonio había abierto sus marrones ojos tristes y le había mirado.  Luego había vuelto a quedarse dormido.  La siguiente vez que abrió los ojos Jorge seguía allí y él se sintió mejor.  Habían pasado cuatro días y Antonio estaba casi bien.  Sus ojos seguían siendo marrones, pero ahora brillaban y, cuando lo extubaron, lo primero que hizo fue sonreír a Jorge.  La curación completa fue, desde ese momento, más que rápida.
Andrea estaba en una rueda de prensa y no podía creerse lo que estaba a punto de decir.
- La gente se muere de pena.
El ruido de flashes era lo único que se oía en la sala.  Los periodistas quedaron mudos, con un gesto mezcla de incredulidad y de sorpresa.  El enviado de Al-Jazeera acertó a decir.
- ¿Cómo?
- Bueno.  En realidad no es de pena.  Es de falta de alegría.  Hemos visto que el cerebro envía órdenes a la amígdala para la producción de una hormona (el nombre lo encontrarán en la memoria del estudio).  Se ha observado que en los fallecidos esta hormona no había sido producida.  Sin embargo se ha comprobado que en pacientes en los que se ha conseguido dicha producción la enfermedad ha remitido en cuestión de horas y el virus desaparece por completo.
José, en su casa, viendo las noticias, le dijo a su mujer:
- Ahora entiendo lo de María.
- Pobrecica – contestó ella.
 
-FIN-